jueves, 31 de diciembre de 2015

El 2015.

El año que pasó trajo consigo más cosas de las que probablemente enliste aquí, ¿era lo que esperaba? No lo sé. ¿Más de lo que esperaba? Definitivamente sí. Evitaré dentro de lo posible ese tono de obituario y publicación sensacionalista que tienden a tener este tipo de publicaciones. Si no lo consigo, disculpe usted la falta de pericia de mi bolígrafo:

El 2015 empezó con más felicidad de la que pude siquiera imaginar y empezando febrero vino la más grande y honda de las tristezas (de la que aprendí aquello que dice Arjona: «y cuando estés en el fondo de los fondos ya verás que no hay camino que no sea el de subir»), una charla me descubrió totalmente distinto al que fui diez años atrás, confirmé de primera mano que no tengo demasiados amigos sino que tengo justamente los que necesito (y además, los mejores). Volví a Guadalajara cuatro veces semiconsecutivas en las que pude compartir momentos incomparables con la familia que elegí, comí lo que más me gusta, exploré nuevos horizontes a la hora de cocinar.

Mis primeros conciertos de la gira fueron en lugares llenos, mi ciudad le regaló un teatro lleno a mis canciones. Me grabaron artistas de muchos géneros y países, mis canciones sonaron en la radio y en la tele (y reviví varias veces lo que es estar cenando en algún lugar y que de repente pasen en la tele un video de una canción que tú escribiste y que todos los que van contigo la reconozcan y digan «¡Güey! ¡Esa es tu canción!»). Cumplí sueños pequeñitos, de esos que son ladrillos de una casa más grande. El internet me trajo a gente maravillosa que se salió del avatar, pegó un brinco a la vida real y hoy forman parte de la lista de los imprescindibles.

Disfruté un poquito más las pequeñas felicidades cotidianas, empecé proyectos que terminé, no he podido terminar de pagar mis deudas (pero ahí voy), me regalaron cosas, sorpresas y experiencias, me volví loco, retomé la cordura, me aislé, hablé con desconocidos en el metro, en las paradas de autobús y en los autobuses de los lugares a los que viajé. Escribí canciones en bares (y en servilletas), pude colaborar con gente que admiro mucho.

Perdí amigos, complejos, culpas, miedos y boletos de estacionamiento. Gané confianza, dinero, suerte y peso. Enfrenté el peor de mis temores dos veces. abracé más fuerte de lo que recuerdo haberlo hecho. Me pasé madrugadas enteras escribiendo. Hablé bien de quien habla mal de mí. Avancé en diez meses lo que no pude en siete años (recaí al poquito rato, pero ahí voy de nuevo). Probé muchas marcas de cigarros. Cambié de bebida favorita. Adoptamos otro gato. Comí ejotes por primera vez.

Planeé mi cumpleaños treinta con meses de antelación para que al final no se hiciera nada y saliera algo todavía mejor gracias a la gente que me quiere. Retomé contacto con personas que el tiempo, la distancia y las circunstancias habían alejado. Se me fortalecieron vínculos. Se me adelgazaron los pretextos. Consideré hacerme de mi primera tarjeta de crédito. Estuve a nada de comprar mi primera casa (pero le ganaron las alas a las raíces). Tuve una de las guitarras que siempre quise. No dejé de pasear a mis perros ni un solo día. Volví a la disciplina y bajé 14 kilos. Quise empezar el año siendo otro a la hora del espejo y me rapé con una maquinita.

¿Qué es lo que vendrá este 2016? Que lo que sea, me agarre bien vestido para la ocasión y con la compañía correcta (sea la mía o la de alguien más).

martes, 7 de octubre de 2014

Ya son 29

A ratos, uno quisiera pedirle al calendario que tuviera un poquito de decencia y fuera más despacio; otras tantas, la mayoría, saboreamos con gusto de sommelier el sabor añejo de cada uno de los años que nos han traído a donde hoy en día estamos parados.

En mi caso, tiendo a hacer recuentos de lo logrado, lo logrado a medias y lo no logrado; para darme cuenta que cada año son más y más las metas que voy tachando en la lista y ponerme más feliz que el año pasado.

En todos los terrenos las cosas buenas han ido floreciendo y las malas se han ido marchitando. Me he vuelto más yo y he aprendido a limitar al fantasma de la opinión externa. Mejoré considerablemente todas mis brújulas. Entendí el poder curativo del silencio. Solté de sus correas a mis complejos para que salieran a conocer el mundo y supieran que ni están solos ni son los únicos. Hice nuevos amigos. Trabajé con quien tenía muchísimo tiempo queriendo trabajar. Me construí un búnker al que llegó una mujer, lo decoró a su gusto y lo volvió un hogar. Reconocí que no era tan malo eso de ser bueno. Supe de altos vuelos y de impactos profundos. Me quedé queriendo y me fui. Mordí el polvo. Edifiqué ciudades que nomás me dediqué a abandonar. Reí hasta llorar. Lloré hasta reír. Volví al cigarro (pero nomás a ratitos). Hice. Deshice.

La vida es un deporte extremo, sí; pero también es un enorme parque de diversiones, una sala de estar, una bicicleta con rueditas, un vaso de agua de horchata, un balón para echar una cascarita, una almohada, un plato de caldito de pollo y miles de cosas de esas que lo hacen a uno feliz.

Cumplo veintinueve años, estoy a uno de los treinta y no me empuja ningún prejuicio.

lunes, 18 de agosto de 2014

Profeta en su tierra

Me llega a los ojos la noticia de que dos viejos lobos de mar hablan sobre la situación del oficio que nos compete. Me apresuro a buscar un dejo de hilo negro sobre el tema, proveniente de alguien con la madurez, los años y el callo de dichos personajes; no encuentro más que la sombra de un rencor tan burdo y simplón como triste y desdeñoso.

Comienza abriendo texto una retrospectiva basada primordialmente en apreciaciones personales y no en un trabajo de investigación sustentable y efectivo.

Le siguen las opiniones de estos paladines del eufemismo y la garlopa, que por creerse dueños absolutos del gusto y la decisión popular, vuelcan una ligera dosis de bilis sobre su café de las mañanas. Satanizan la mala memoria y la desafortunada falta de interés de un público que, en su mayoría (y no en su totalidad), ignora por completo quién es el autor de una canción y lo confunde de manera avasalladora con el intérprete. Aquí es importante puntualizar que, más que una cuestión de género musical (la llamada “trova” [sic.] por el respetable), es una cuestión de educación musical y cultural, ya que no es una enfermedad exclusiva de un género, sino que es una enfermedad que descascara todos los niveles de la llamada «canción popular». 

(Sí, también hay quien pide «Mujeres divinas» de Vicente Fernández, «La diferencia» de Rocío Dúrcal y «Por debajo de la mesa» de Luis Miguel).

Luego viene la dictatorial (y negativa) opinión acerca de la élite socioeconómica que frecuentaba los garitos donde laburaban. (¿Mordiendo la mano que ponía el pan en sus mesas, muchachos?). 
Me parece que conocer a un cierto tipo de público es igual que conocer la profundidad de una piscina: hay que meter los pies y mojarse, no sacar conclusiones en base a lo borroso que se ve el fondo desde la superficie. ¿Habla del público de los cantautores quien vive autoexiliado a cantar canciones de otros (cantautores, sí) para obtener el aplauso y la atención del respetable? Mire, no me venga usted a condecorar el sarcasmo. 

Se habla del arte y se tira el comparativo lapidario. Terrible, triste y ególatra creer que la comparación debe ser en relación con la estatura del don y el oficio propios. No se les debería olvidar que la belleza no sabe de tabuladores ni de competencias; aunque ¿quién sabe? quizás es un Alzheimer beneficioso para su instinto Narciso.

¿Serviría de algo aclarar la parte dedicada a los reality shows “musicales” y al cliché del que corretea un sueño duradero con el atajo de la pantalla chica? Si usted me lo permite, creo que el chiste se cuenta solo.

Caballeros: la trayectoria, los éxitos y los fracasos están hechos para recorrerse, para pelearse y para llevarse orgulloso, como una cicatriz de guerra, no para mirarse y narrarse con nostalgia. Nubecillas de polvo le brotan a las anécdotas de sus viejas glorias. No caigan en el pelotón de los que creen que las cosas no suceden solamente porque no les suceden a ellos. Deberían atarse los cordones de los zapatos y aprestarse a dar un paso nuevo; ya no le quiten las manchas a las antiparras solamente para ver por encima del hombro el camino recorrido. Reinvéntense. Vuélvanse inmunes a las puertas que se cierran en la cara. Sigan de frente. Recuerden que un artista es tan bueno como su mejor obra, entonces enfrásquense en dar con el punto exacto de esa frase, de esa nota, de esa canción que anda correteando su capacidad, maniatada por los pretextos y las justificaciones.




Luis Odriozola.
(Un cantautor queretano que vive al 100% de sus canciones).

jueves, 26 de diciembre de 2013

Recuento.

Una mañana común y corriente abrí los ojos y me di cuenta que era navidad. Estaba a punto de darme de bruces con el cliché de «el año se nos fue volando» pero no es cierto; volteando poquito la cabeza me di cuenta que todo el 2013 rindió demasiados frutos para tan cortito tiempo:

Escribí muchas canciones con grandes compositores; así mismo, por mi cuenta y de menos, escribí una treintena de canciones que tenían mucho rato madurando y pidiendo a gritos salir. Mejoré mis habilidades al tocar el piano, aprendí a tocar el ukulele, perfeccioné las dosis de café y edulcorante hasta obtener el sabor preciso de mi café de la mañana. 
Conocí a muchos amigos nuevos (principalmente de Twitter), algunos que tenía muchísimo tiempo admirando y queriendo conocer. Viaje y conocí muchos lugares, visité viejos amigos, volví a cantar en bares, releí unos cuántos libros, grabé mi disco, volví a compartir el escenario con la gente que más admiro.
Me enamoré una vez más (de una manera más fuerte y mejor) de la misma mujer. 
Pude ahorrar dinero que luego me gasté. Aposté y perdí, me caí, me corté, me reí solo durante más de cuatro minutos leyendo, me conmoví con más de una película, me arrodillé a los pies de más de algún verso. Volví a fumar (solamente cuando escribo). Volví a beber por espacio de una cerveza. Volví a dejar de beber. Empecé de nuevo, calibré mis miedos, me callé más. 
Hice todas esas cosas que se supone que hace uno cuando se convierte en adulto; pero dejándole a mi niño interior la puerta abierta y la resortera al alcance de la mano.

También es cierto que he dejado de ser lo que muchos considerarían un «buen amigo»: no hablo demasiado, me olvido de los días importantes, no asisto a las reuniones, me voy a dormir temprano; soy lo que la gente que sabe califica como un «ermitaño». Y no me disculpo; pero tampoco me avergüenzo, ya que lo poco (o mucho) que haya podido aprender de mí mismo, de la vida y de las letras se lo debo a esta cualidad de sobrellevar la soledad como a un mejor amigo.

Tengo gente a la que quiero y que (benditos ellos) no necesitan que se los esté diciendo cada dos minutos, lo saben y lo sienten, estén en la latitud en la que estén. Me mantengo apartado de la gente que no me aporta motivo alguno para sentirme feliz en cualesquiera que sean las circunstancias. Celebro y me pongo feliz sinceramente por los logros ajenos. Si no tolero algo, lo digo. Me llevo mejor que nunca con dios. Sufro lo menos que puedo, que quiero y lo menos que se note (que viene siendo lo mismo).

Vivo lo más apegado posible a mis propias reglas, mis propios términos y mis propios gustos, sin cruzar la línea con las reglas, los términos y los gustos de los demás.

Soy humano; tan humano como mis propias emociones y razonamiento me permiten ser.

En este 2013 que va de salida hago este recuento para sentirme menos inmóvil, menos frío y menos cuerdo. Para no olvidar que la vida y el mundo siguen girando aunque uno sea el que por gusto (o necesidad) se detenga un ratito.

¿Y el año que entra? ya veremos. Por hoy, hay que atarnos los zapatos.

martes, 19 de marzo de 2013

Vente conmigo.

La inseguridad había venido a formar parte de mi guardarropa habitual desde que tengo memoria suficiente. Dudar de una decisión, titubear en la ruta a seguir, tartamudear por desconfiar en la palabra que sigue, todo se había vuelto algo más recurrente en mí que una billetera a reventar o que una sonrisa que no fuera fingida. Ahora les vengo a relatar cómo fue que me metí a un cuadrilátero con dicha inseguridad y la molí a golpes, cual Julio César Chávez.

No había espacio para inseguridades en alguien que escribe canciones y canta delante de cierta cantidad de gente, el problema es que ese alguien (yo) no lo sabía; así que andaba de aquí para allá con sus inseguridades a cuestas, como si se trataran del periquillo rengo y desplumado de algún pirata de medio pelo.

Cada vez que escribía una estrofa o que cantaba un verso, repiqueteaban como campanas viejas de iglesia en mi cabeza las voces de mis compañeros de camada con comentarios como —horrible— o mejor aún —qué mal que lo hiciste—. Entre burlas y cuchicheos imaginarios, yo vivía amordazado de pies a cabeza con la idea de que no importaba cuánto me esforzara, cualquier cosa que yo hacía no estaba bien hecha.

Los meses pasaron y vinieron a hacer lo que siempre hacen: empeorarlo todo. Agarré una fobia terrible a crear y a que alguien escuchara lo que me había atrevido a crear recientemente. Debo haber arrancado y hecho bola unas tres libretas con cosas que escribía y que no me gustaban. Dejé de cantar en la mitad de los lugares en donde estaba cantando y en los que seguí, pedí que me pusieran en las horas en las que casi no había gente. Era yo un ejemplo absoluto de un Panofóbico.

La falta de costumbre al encierro y mi exceso de ganas de hacer el ridículo salieron triunfantes (otra vez) y al cabo de algún tiempo de autoexilio voluntario, volví a guitacanturrear por todos lados; eso sí, con las vocecitas a todo volumen.

Había que ponerles un freno de algún modo. El primer paso era aprender de John Nash el sutil, furtivo y noble arte de ignorar a las alucinaciones; una vez completado, había que desterrar el miedo y retomar el gusto por surfear hojas en blanco y cuadernos pautados. El avance era lento, pero seguro.

Me fui a vivir a Guadalajara y en la mudanza se me fueron de polizontes los fantasmas. Mi semblante siempre fue el de un tipo seguro de sí mismo como autor/cantante/músico, nada más lejos de la realidad: me daba pánico mostrar lo que hacía y cómo lo hacía; nadie debía notarlo o mi reputación como recién llegado y talentoso pueblerino estaría por los suelos.
Ya llevaba por dentro uno, así que no podía permitir un fracaso por fuera.

El único antídoto que conocía era ponerme de frente a lo que me daba miedo, agarrar aire y enfrentarlo; "tomar al toro por los cuernos" que le llaman. Mostraba canciones, cantaba y tocaba la guitarra frío y confiado por fuera, tembloroso y en derrumbes por dentro. ¿El resultado? Pasé tan desapercibido como un pingüino en un convento.

Con la vida caminando a paso de pentatleta, aprendí de los grandes a escribir canciones, diseñé una manera de cantar que se volvió mi estilo y fui llenándome los bolsillos con la confianza de que hacía las cosas bien. Las vocecitas ya no estaban (y si estaban, honestamente ya no las escuchaba).

Comencé a producir mis canciones en casa. Por necesidad (y muchísima terquedad), aprendí a tocar otros instrumentos que no fueran la guitarra para que mis grabaciones sonaran un poquito más "completas"; así empecé a tocar el bajo, algunas percusiones y empecé a tocar el piano, cosa que siempre (desde que me dedicaba a la música) había querido hacer. Hice muchas maquetas (unas buenas y otras malas) y se las mostraba lleno de orgullo a toda mi gente cercana. La voz se empezó a extender como lumbre en pasto seco: Odriozola estaba produciendo (no era ni tan cierto, pero bléh).

Una noche llegó a casa Adriana Santiago (amiga muy querida y talentosísima cantautora), quien necesitaba grabar una canción para entregarla a un cliente que se la quería comprar. Le dije que me la enseñara. Lo hizo. Le dije que yo la grababa, pero que me diera oportunidad de grabar las guitarras. Aceptó. Quedó en volver a la noche siguiente a grabar las voces.
Esa madrugada me la pasé programando un loop de batería, grabando guitarras acústicas y un bajo eléctrico. Al llegar Adriana, le mostré la maqueta. Quedó encantada. Grabamos su voz y me puse a editar y premezclar. Se la mandé por correo electrónico.

Nadie se hubiera imaginado que esa fue la primera de muchísimas colaboraciones por el estilo: Adriana me mandaba canciones por email y yo les diseñaba arreglos que grababa. Ella iba, grababa voces y yo editaba, mezclaba y enviaba canciones terminadas de regreso. Buen equipo, buena manera de trabajar.

Al cabo de unos meses, nos fuimos a comer a un Mc Donald's que había cerca de mi casa y comenzamos a platicar sobre discos que recién habíamos escuchado, luego sobre canciones y al final sobre nuestras propias carreras. Adriana me decía que le gustaba mucho mi manera de producir y que debería hacer algo un poquito más ambicioso que grabar solamente maquetas.
Poquito; pero volví a dudar y le dije que no estaba listo para tener un proyecto completo en las manos. No me creyó, actuó como si no hubiera escuchado lo que le dije y me soltó la bomba: quiero que tú produzcas mi siguiente disco.

Lo siguiente fue muy parecido al cielo: había diez canciones a las que había que sacar del rango de tiro de la guitarra acústica a secas y la trova y darles una identidad distinta. Permitirle a las niñas pequeñas que se pusieran el maquillaje de mamá (por decirlo de alguna manera), todo bajo la proposición mía y la aprobación de Adriana. Fueron semanas que eran una mezcla entre un campo de batalla y un lecho de rosas.

El disco fue tomando forma.

Arreglos que gustaban a ambos, unos que a mí sí y a ella no y viceversa. Había que ceder en algunas partes y en otras tirar fuerte. Así debe ser como los grandes equipos pelean las ideas, las propuestas y las identidades.

Terminamos el disco y yo me fui de Guadalajara. Era tal el impulso y la buena espina que me había dejado haber podido producir un disco con el que quedara contento a la par del cliente, que me decidí a dejar de lado la procrastinación que durante tantos años llevó las riendas de mi carrera en solitario y empecé a producir mi propio disco.

(De eso hablaré en otro post).

Las inseguridades siempre van a estar como piedra con la que nos vamos a tropezar o como trampolín para llegar más alto; depende de si somos de los que vemos el vaso medio lleno o medio vacío o si simplemente vemos el vaso. Punto.
El miedo a hacer las cosas mal sigue ahí, pero esta vez no permito que me detenga. Le pinto dedo cada vez que se asoma y me burlo de él en su cara. Me parece incluso que ahora es él el que me tiene miedo a mi.

PD. Si quieren escuchar (y comprar) el disco que produje para Adriana Santiago, den click aqui: Adriana Santiago — Vente Conmigo

PD2. Ya no sigo escribiendo en esta entrada porque tengo que ponerme a trabajar en mi tercer proyecto como productor.

lunes, 11 de marzo de 2013

Detrás de la pantalla.

Escribo canciones como forma de vida y como medio de transporte para la trascendencia. Sé bien que las canciones viajan más que yo, que se divierten más que yo y que conocen a más gente interesante que yo; van y vienen, se quedan en donde les place y en donde les dan asilo. Uno no se imagina hasta dónde pueden llegar las canciones cuando les abres la puerta y las arrojas al aire, como si fueran aves.

Así pasó con esta canción de la que les cuento aquí, una canción que no tenía más intención que ser un retrato de alguien que no conozco pero que admiro y de quien, Platónica sea la manera, estoy (un poquito) enamorado: una actriz.

Todo comenzó una noche cualquiera en la que estaba revisando mi TL en Twitter, cuando de pronto me di cuenta que un buen amigo se encontraba cenando con la susodicha en alguna de esas reuniones en las que los famosos se llaman como se llaman y dejan de ser famosos para ser como cualquier persona.

En mero tono de broma escribí a mi amigo, pidiéndole que diera a ella un recado de parte mía. Algo así como que yo sería capaz de peregrinar hasta la puerta de su casa, con la lengua, solamente para poder decirle «hola». A lo que él me contestó «Pues, deberías decírselo tú, ¿por qué no le escribes una canción?».
Confieso que nunca se me había ocurrido la idea de escribirle una canción, en primera por ella ser ella y por yo ser yo; y en segunda porque uno no va por la vida escribiéndole canciones a cuanta gente se nos cruza en el camino.

Pasaron un par de días y la espina de escribir la canción se me iba clavando más y más adentro. Sabía el tema y al mismo tiempo no. Es decir, no sabía si la canción debía hablar de mí y de lo que ella desencadena o si simplemente debía ser una colección escrita y cantada de todas las virtudes que ella (seguramente) ha de tener.

En pocas palabras: sabía el destino pero no sabía la ruta.

Una tarde de domingo la idea llegó volando a toda velocidad y se estrelló con el cristal de la ventana cerrada de mi cabeza:

La canción iba a hablar de ella y un poquitito de mí (mejor dicho, de lo que yo sentía a partir de ella) e iba a incluir su telenovelografía completa en estricto orden cronológico.

Comencé con el trabajo de campo: documentarme cual erudito griego sobre su carrera, tomar apuntes y empezar a armar una historia a partir de los títulos de las telenovelas en las que ha participado, desde la primera hasta la más reciente. Escribí y escribí y la canción casi se iba construyendo sola.

Sin darme cuenta tenía escrita la mitad de la letra de la canción; era momento de irme al piano y empezar a musicalizar. La melodía estaba colgada del texto, no tuve que trabajar mucho para descolgarla. Lo primero que salió fue una balada lenta y diabéticamente cursi; la grabé en mi celular y la estuve escuchando toda la tarde.

Al cabo de unas horas, decidí llevar la canción a la guitarra y darle un poquito más de groove al asunto. Me encantó el resultado. El resto del texto salió más rápido que de costumbre. ¿Habrá sido que se sintió bastante cómodo en la música que le propuse? Creo que nunca lo sabré.

Había que grabarla y subirla para que estuviera disponible en línea. ¿Quién sabe? Capaz que por algún golpe de suerte o por algún extraño e impredecible accidente le llegaba a los oídos a su auténtica dueña. Nunca me imaginé lo que iba a pasar.

Subí la canción a mi cuenta de SoundCloud para después compartirla vía Twitter arrobando a la destinataria a manera de rótulo en el sobre de una carta. Al cabo de unas horas, los RTs eran muchos y la canción estaba siendo compartida por muchísima gente; todos, fans de ella, la destinataria, que se volvieron mis aliados y mis cómplices por el simple hecho de compartir algunas, mejor dicho: todas mis palabras.
El tiempo pasaba y la canción seguía viajando; pero de ella, su dueña, no había ni señales de humo, ni huellas, ni nada. Comencé a resignarme a que nunca la iba a escuchar.

Una mañana cualquiera, por no decir ayer (domingo 10 de marzo de 2013), me desperté como de costumbre: despeinado y con la madrugada atorada en las ojeras, tomé mi iPad para checar mis pendientes (así se le dice ahora a la labor de checar redes sociales) y me di cuenta que tenía un DM en Twitter. Pasé de él porque tenía mucha hambre y el desayuno ya me estaba gritando desde el comedor. Adivinen de quién era.

Solo diré que fue el más bonito acuse de recibo que me han dado en toda mi vida.

Dice la gente que sabe (y yo no soy de ésos) que los sueños siempre se alcanzan; pero que para poder alcanzarlos más fácil y rápidamente, precisamos de hacer equipo con aquellos que nos brindan su mano, su corazón y su impulso. Yo no hubiera podido lograr esto sobre lo que escribo aquí, si no hubiera sido por ese equipo que me sumó a sus filas y que tuvo más fe que yo en que la canción llegaría.

Gracias #NT.